Cuatro Santos Coronados: Severo, Severino, Carpóforo y Victorino

Hay en Roma según se va del Coliseo hacia la basílica de San Juan de Letrán, una estrecha callejuela que lleva el nombre de los Cuatro Santos Coronados. Viene a terminar en una pequeña plaza, donde se eleva un edificio característico que tiene el aspecto de una fortaleza medieval.
Muy conocidos eran en la ciudad cuatro hermanos, que militaban todos ellos bajo las águilas imperiales, y que eran tenidos como unos excelentes servidores y soldados. Los cuatro tenían sendos puestos honoríficos en la corte, pero llevaban consigo una tacha en aquellos tiempos imperdonable: los cuatro, Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, eran cristianos.
Como la Iglesia había llegado a tener unos días de paz y de apogeo, tanto éstos como sus hermanos de Roma se dedicaban al culto del verdadero Dios con toda entereza y valentía. Asistían a las reuniones y a los oficios divinos.

Socorrían a los pobres, se comunicaban con los presbíteros, y ora en las catacumbas, donde de ordinario se solían tener los divinos misterios, ora en algunas iglesias, que ya entonces se habían edificado en la misma ciudad, no se desdeñaban nunca de asistir aun con las insignias de los soldados del emperador.
Esto provocaba, sin embargo, la indignación de los paganos y más aún de los que merodeaban con altos puestos en los aledaños del Palatino y de las oficinas imperiales.
Cuando por fin salen los decretos de persecución, son en seguida apresados los cuatro Santos para ser llevados a la presencia del emperador. Este, siguiendo una política de atracción, prefiere mostrarse condescendiente con los cuatro jóvenes, a quienes estimaba, por otra parte, por su lealtad y buenos servicios.
No le interesaba, sin embargo, sembrar la desolación entre sus mismas filas de soldados, pues bien sabía que en aquellos tiempos eran muchos los que, sin el menor miedo a la muerte, seguían las doctrinas del Crucificado, y era necesario andar en este asunto con suma cautela.

Diocleciano les hace ver la locura con que procedían al mantenerse aferrados a una secta que nunca les podría ofrecer las ventajas que él les prometía de seguir a su servicio.
Los hermanos no aceptan tales ofrecimientos, y entonces, como último recurso, manda que les lleven delante de una estatua del dios Esculapio, donde, ante toda la multitud, era difícil que se negaran a sacrificar, si bien fuera por las insignias militares que llevaban consigo.
Tampoco le resulta la estratagema, pues los heroicos mártires se niegan en absoluto a tomar unos granos de incienso para arrojarlos en los pebeteros encendidos.
Solamente aquello les hubiera justificado ante el emperador, pero no quieren contaminar con la menor sombra de cobardía la clara fe que habían manifestado ante todos. Es más, allí mismo proclaman abiertamente sus doctrinas y hacen desprecio de la estatua del dios, que era para ellos un medio más de la maldad y de la astucia del demonio.
Enterado el emperador, no solamente ordena que sean relevados de todos sus puestos y degradados de sus honores militares, sino que ordena que, en caso de pertinacia, sean allí mismo azotados hasta que fueran cambiando de parecer. No contaba con la fortaleza de estos héroes, que ya de antes estaban dispuestos a dar toda su sangre hasta el último sacrificio.
