Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador

A Dios, nadie lo puede ver sino aquel que bajó del cielo.
En el texto de este domingo hay cosas que pudieran tenerse en cuenta, como la barca, por ejemplo, escogida por Jesús entre otra, y que puede significar a la Iglesia; Lucas, se dice, pretende darle un primer lugar al apóstol por el ministerio que desempeña en ella, a la comunidad a la que escribe. Como la pesca que de día es difícil de lograr, porque en la noche anterior Pedro y sus compañeros habían agotado sus fuerzas y no habían logrado nada. Como la obediencia de Pedro que a pesar de la adversidad echa las redes al mar y la pesca resulta ser un milagro.
Pero quiero fijarme en la actitud de Pedro que lleno de estupor y de miedo se postra a los pies del Señor, título dado solamente a Dios, y le dice: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador". Esta expresión suena igual a la del profeta Isaías que dice: "Ay de mí, estoy perdido, que soy un hombre de labios impuros..." (Is 6,5). Es una actitud de estupor, enseña el material didáctico del Instituto Internacional de Teología a Distancia. Ante la originalidad o novedad que caracteriza al Misterio, con mayúscula, no hay algo concreto y conocido en el mundo que pueda ayudar a comprenderlo, se escapa de lo físico y lo cotidiano y, ante este hecho, que supera al individuo que lo experimenta, aparece con toda su verdad la incapacidad personal y, esto, porque Dios sólo es comparable consigo mismo. Esta es, pues, la verdad que experimenta el apóstol.
Hay dos tipos de temor religioso: uno que experimenta la persona que se enfrenta al Misterio que le descubre la dependencia absoluta que lo ata y no hay más que reconocer la condición de ser sólo una criatura, contingente y caduca. Pedro se siente interiormente amenazado, no por el Misterio, la gran pesca, sino por su nada. A esto se le puede llamar temor existencial. Pero también, en el Misterio, la divinidad está dotada de la más alta santidad y, ante ella, el hombre, no sólo descubre su indignidad humana, descubre, a la vez, su debilidad moral, su pecado, o la conciencia de ser un pecador. A esto se le llama temor ético.
Así que Pedro responde ante el Misterio divino que lo supera, postrándose y confesando en voz alta su pobreza o miseria personal de la que toda la humanidad padece. Ahora podemos comprender lo que nos cuenta el antiguo Testamento acerca de Moisés y el pueblo liberado de la esclavitud que sólo podía ver Dios a través de lo que llamamos hierofanías y teofanías: no queremos ver el rostro de Dios, le dicen a Moisés, porque moriremos.
A Dios, nadie lo puede ver sino aquel que bajó del cielo, decía Jesús a la gente que lo escuchaba. A propósito, pareciera que en este tiempo, no digo la humanidad, sino nosotros los cristianos, hemos dejado de lado el valor del respeto por las cosas sagradas, ante las cuales debiéramos ponernos de rodillas y confesar nuestra indigencia y nuestra necesidad. Es sagrada la vida entre otras cosas.